Así era Brancusi, el escultor rumano que se afincó en París

brancusigallery

Uno mira la fotografía, sin conocer absolutamente nada de él, y piensa: este tío era un currante. Porque sí, porque esas cosas se ven. Quizá haya pocas personas en el mundo, además, que con ropa de trabajador, de tío que se mancha las manos y lo que haga falta al trabajar, luzca elegante. Pero así era Brancusi.

Con 28 años llegó a París desde Rumanía para acercarse al mundo del arte que por aquel entonces, en la época de entresiglos, corría por las calles de la ciudad como sangre por las venas, rápida e imparable. Como no tenía cómo vivir, trabajó lavando platos en un restaurante. Hasta entonces, había sido pastor desde que tenía 7 años, ayudaba en una tienda, y era aficionado a la talla de madera, muy popular en su país, y es lo que permitió a Brancusi dar sus primeros pasos en la escultura. Lo que él no sabía es hasta donde llegaría.

“Hay imbéciles que dicen que mi obra es abstracta; lo que llaman abstracto es lo más realista, porque lo que es real no es la forma exterior, sino la idea, la esencia de las cosas”, Brancusi.

Allí, conoció a gente como Duchamp, Picasso o Apollinaire, pero quien realmente le influyó al llegar fueron Rodin y los impresionistas. De hecho, expuso en el Salón de los Independientes. Sus esculturas producen un efecto extraño: por un lado, transmiten una modernidad sorprendente incluso hoy en día, pero por otro lado, nos recuerdan a las esculturas prehistóricas, a las esculturas africanas. Esa mezcla de tradición y vanguardia fue quizá la clave del éxito que hizo que este escultor siga siendo tan recordado, y copiado -inevitablemente-.

Detrás de él, en la fotografía, se ven algunos fragmentos o bocetos de una de sus obras más famosas: Columna al infinito. Finalmente, se instaló en Rumanía en 1938 como homenaje a los jóvenes rumanos fallecidos en la Primera Guerra Mundial, que se defendieron de la invasión alemana. Mide casi 30 metros.