Rothko contra Manhattan

| Madredeus – Ainda

Anatxu Zabalbeascoa nos contaba el año pasado en un reportaje de El País historias sobre templos. Templos que comenzaron su vida chillando en alto y reclamando formas y alturas monstruosas. He, ahí, las catedrales. Pueblos volcados en una construcción que duraría siglos, varias generaciones.  Más tarde, los palacios del Quattrocento italiano le arrebataron el protagonismo. Y es al final, en el choque con la abstracción geométrica moderna, cuando dejaron de hablar en voz alta, y el mensaje se hizo susurro. Mucho más personal.


A la izquierda, la Basílica de San Pedro, en el Vaticano (Roma). A la derecha, la capilla Mark Rothko, en Houston (Tejas). Del grito al susurro. De Miguel Ángel a Mark Rothko. Si la Roma papal tuvo a su niño mimado, Manhattan también tendría el suyo.

Nueva York, comienzos del siglo XX
. América abría los brazos a millones de judíos que llegaban por la Isla de Ellis. Uno de ellos, un farmacéutico soñador, se llamaba Jacob. Llegó a la ciudad en 1912, con ganas de sacar a su familia de las penas de su viejo país Rusia. Sin embargo, sería un año más tarde cuando llegaría Anna, su mujer, con Mark de la mano. El pequeño Mark.

Lo habitual era ver a los judíos inmersos en el bullicio de los negocios. Pero no a Jacob. Antes le encontrarían leyendo a Dostoievsky y Dickens cuando hablaba con sus hijos, que haciendo cuentas. Se había llevado consigo lo más preciado del Viejo Mundo, su cultura. Y luchó lo suficiente como para llevar a cabo el objetivo del viaje; pero a los seis meses, murió de cáncer. Mark era, para entonces, un niño atrapado por ideas poderosas y desesperado por contártelas. Leía cualquier libro que caía en sus manos. Y sus inquitudes creativas crecían por momentos, hasta convertirse en una persona que creyó que el arte podía cambiar el mundo.

Entonces, ¿por qué aceptar el encargo de la decoración de un restaurante? Cuando en 1958 la compañía canadiense de licores Seagram’s quiso a un pintor para decorar su nueva sede de Nueva York, sólo había una opción posible: Mark Rothko. Estaba en la cúspide de su fama, y el precio de sus cuadros se había triplicado y circulaban por Europa para demostrar que la pintura de Estados Unidos no sólo tenía brillo, sino también profundidad. Era el pintor americano vivo más grande. Los compradores ocupados en coleccionar maestros americanos modernos ahora tenÍan que tener un Rothko junto a sus Pollocks, sus Koonings y sus Klines.

Cualquier artista se hubiera dado un respiro. Pero no Rothko. Qué pasaría si la gente pensara que sus cuadros eran hermosos. Él no pintaba cuadros hermosos. La gente lloraba al contemplarlos, al experimentar lo mismo que él cuando los creaba. Y ahora, colgados en las paredes de un restaurante. El Cuatro Estaciones ocupa la planta baja de un rascacielos diseñado por el niño mimado del Estilo Modernista Internacional, Mies van der Rohe.

A principios de 1959, como un hechicero omnipotente, Rothko pintó “Rojo sobre Marrón”, uno de los más dramáticos de los murales destinados para el Cuatro Estaciones. Con la visión de las ventanas ciegas de la biblioteca laurenciana de Miguel Ángel grabadas en su retina, dio un giro lateral a sus pinturas. En vez de verticales, ahora serían expansivos horizontales. Algo profundo les ocurriría a los vanos y a los superficiales, mientras se rendían al poder del arte, su arte. Ese otoño, meses después de la glamurosa inauguración, él y su mujer fueron a comer al Cuatro Estaciones. Allí, sentados entre millonarios, su corazón y su confianza se hundieron. Vio la ruina de un gran proyecto: cualquiera que comiese por esa cantidad de dinero jamás miraría una pintura suya. Sus pinturas nunca colgarían en el Cuatro Estaciones.

Entonces, su hábito de beber desembocó en un serio alcoholismo. Y el de fumar le trajo problemas de corazón y pulmón. Su trabajo se volvió más oscuro e intenso, justo en el momento en el que el arte moderno se volvía pop. Pero para él, la pintura había sido siempre una alternativa a la cultura popular, no su cómplice. Y su arte dio un giro, ahora sería más negro.

Texas le dio finalmente a Rothko la posibilidad de realizar la visión frustrada del Cuatro Estaciones. Los mecenas del arte John y Dominique de Menil le encargaron un conjunto de murales para una capilla que se construiría en Houston en 1965, dando a Rothko libertad para instalar exactamente lo que quisiera. Pero mírenla,

Lejos del brillo y la excitación del arte contemporáneo, del frenético ajetreo del ahora. Esto no es sobre el presente, es sobre la eternidad. Hay quien dice que a pesar de tener un espíritu religioso, no hacía arte religioso. Quizá es que va mucho más allá: Rothko se había convertido en el creador de cuadros tan poderosos y complicados como los de sus dos dioses, Rembrandt y Turner. Para mí, estos cuadros son el equivalente de esos viejos maestros. Como ellos, emanan un extraño campo de fuerza, con tanto magnetismo que cuando les das la espalda o abandonas la habitación, todavía puedes sentir su presencia. Aunque a primera vista estas pinturas parecen inmóviles y serenas, quédense un momento ante ellas y verán que son todo lo contrario. Están en movimiento, parecen hincharse y respirar. Es Simon Schama, crítico de arte de la revista New Yorker.

Más fácil decirlo, y lo dijeron mucho, que hacerlo. Barnett Newman, uno de los amigos más íntimos de Rothko, publicó otro manifiesto que resume cómo se sentía el grupo. “En la crisis moral de un mundo en el caos,” dice, “ya no es posible seguir pintando lo de siempre: flores o desnudos recostados”. Quizá, un profundo negro era lo único que le quedaba por pintar. El 25 de febrero de 1970, nueve pinturas del artista americano Mark Rothko llegaron a la Galería Tate de Londres. Pocas horas antes, el cuerpo de Rothko era descubierto, tendido en el suelo del cuarto de baño de su estudio.
♣ | Rothko by Simon Schama