Un viaje a Arlés, la ciudad donde Van Gogh pasó pintando sus últimos años

París regaló un tren con rumbo a Arlés el 20 de febrero de 1888. En él viajaba un desconocido artista llamado Vincent Van Gogh, quien con 35 años dejó la capital francesa en busca de la luz mediterránea. Ese viaje supuso el comienzo de su época artística más productiva: 300 obras en poco más de un año.

Sólo la estación de tren de Arlés recibió aquel mediodía a Vincent Van Gogh. Hacía mucho frío, y lo primero que pisó en aquella ciudad fueron “60 centímetros de nieve caída”, como recuerda una de las cartas a su hermano Theo. Nada más bajar del viejo ferrocarril, dejó las vías atrás para buscar un sitio en el que alojarse. Llamó a las puertas del Hotel Carrel, en la calle Cavalerie 30, donde alquiló, por cinco francos al día, una habitación lo suficientemente amplia como para poder pintar.

De aquello ha pasado más de un siglo. Hoy la ciudad costera tiene más de 50.000 habitantes. Se encuentra al sur de Francia, a medio camino entre España e Italia, aunque más cerca de la primera. Los cuadros del artista se reproducen hasta el infinito en el resto del mundo, pero Arlés admira en silencio el arte de aquel visitante que apoyó firme el caballete en este suelo durante quince meses.

puente langlois
EL PUENTE DE LANGLOIS. “Por lo que respecta al trabajo, hoy he traído una tela de 15; es un puente levadizo sobre el cual pasa un pequeño coche que se perfila contra el cielo azul -el río igualmente azul, los ribazos anaranjados con verdura, un grupo de lavanderas con sus trajes caseros y sus gorros pintarrajeados-”

EL PUENTE DE LANGLOIS CON LAVANDERAS
Fue un comienzo difícil: poco dinero y pocos amigos. Más bien ninguno. No conoció a nadie, así que tuvo que prescindir de modelos que posaran para él y conformarse con un solo género pictórico, el paisaje. Árboles, colinas, puentes y cabañas de pescadores. Vincent Van Gogh visitó los alrededores de Arlés tratando de encontrar el canal que corría por el sur de la ciudad francesa. Que corría y corre. Agua que el pincel no pudo inmortalizar aquel mayo de 1888. Pero sí el puente de Langlois que tanto visitó el artista. Entonces: caballos, carros, lavanderas y ferrocarriles. ¿Hoy? Un pequeño cartel avisa de que el puente Van Gogh está próximo. Pero unas vías de tren olvidadas indican que aquel lugar no es más que un punto de encuentro para turistas. El hierro oxidado que hace un siglo tenía contacto directo con las ruedas de los trenes queda ahora escondido entre abundante matorral. Sin pisadas, tan sólo alguna huella tímida de coche que quedó en punto muerto para visitar aquel escenario.

Por lo general, los turistas que llegan allí no duran más de diez minutos. Con la precisión de un bisturí, la mirada de Vincent Van Gogh logró introducir en aquel paisaje algo más que lo meramente visible. Quizá no había personas, sino sombras. Tampoco agua, sino colores en movimiento. Pero los curiosos buscan sólo lo primero. Una pareja se ha bajado del coche del que deja las puertas abiertas. La visita, por lo visto, será rápida. Quizá tengan más intención que atención, pues se dirigen directamente al cartel con las características propias de aquellos que la “Ruta Van Gogh” ha salpicado por toda la ciudad.

¿Qué muestra? El cuadro que pintó en el lugar elegido y una cita textual de las cartas que escribió a su hermano. Así encuentran lo que inmortalizó aquel lienzo, más lo que las exigencias del siglo xxi han colocado en aquel paisaje. Las carretas tiradas por caballos dieron paso a los automóviles. Así que, sin ánimo de frustrar a futuros curiosos del arte, mantuvieron la obra de ingeniería que tanto visitó el pintor, pero construyeron a unos veinte metros un tímido puente de cemento y hierro forjado en las barandillas. Funcional, consigue pasar desapercibido para los que van en busca de la huella de Van Gogh.

A la pareja le han bastado siete minutos para encontrar las diferencias en aquel juego de realidad y ficción. Ya pueden volver al coche y a casa para contar que todo seguía intacto. Así que se montan en su Peugeot azul y entorpecen el paso a otra familia que ha venido a visitar las reliquias. “Hemos ido a la oficina de turismo y después, aquí. Hemos empezado la ruta por este puente, pero es que no había manera de encontrarlo”, dice el cansado padre de familia. Ya no es el puente de Langlois, sino el puente de Van Gogh. Sin embargo, ¿quién puede evitar buscar de reojo las lavanderas que protagonizan el cuadro del pintor?

LA CASA AMARILLA
LA CASA AMARILLA. “Mi casa aquí está pintada por fuera de un amarillo manteca y las contraventanas son de un verde fuerte. Está situada a pleno sol, en una plaza donde también hay un parque verde con plátanos, adelfas y acacias. Por dentro todas las paredes están blanqueadas y el suelo es de baldosas rojas. Por encima, el cielo de un azul intenso. En esta casa puedo verdaderamente vivir, respirar, reflexionar y pintar”

LA CASA AMARILLA
Cuadro tras cuadro, Van Gogh consiguió que la habitación del hotel Carrel se le quedase algo pequeña. Necesitaba un taller donde guardar sus obras hasta que reuniese dinero para mandárselas a su hermano Theo. Éste las intentaría vender en París entre el pequeño círculo de excepciones que admiraba el comienzo de un nuevo estilo pictórico: el post-impresionismo, del que Van Gogh será el principal exponente.

Caballete y pinturas en mano, salió del número 30 de la calle Cavalerie para llegar a la plaza Lamartine, en la otra punta de Arlés. Bien pudo rodear la orilla del Ródano, o bien pudo cruzar lo que es hoy el casco antiguo de la ciudad, y ver por el camino el anfiteatro, el foro romano con sus galerías subterrá- neas, la iglesia románica de San Trófimo o las termas de Constantino. Pero fuera cual fuera su decisión, llegaría al noreste de la ciudad, donde encontró un pequeño estudio que cubría sus necesidades más a corto plazo. En septiembre de ese mismo año, aquel local se quedó pequeño y decidió alquilar el edificio entero: la Casa Amarilla.

Era perfecta para Van Gogh aquel año. Año de obsesión por el color amarillo. Por la luz de los paisajes japoneses que encontró en Arlés. “Me centro en el sol y en la luz del sol”, le escribió a su hermano Theo. José Javier Azanza, historiador del Arte en la Universidad de Navarra, cuenta cómo la etapa que Van Gogh pasó en Arlés fue la más feliz de su vida: “Muestra una visión amable, casi idílica de la naturaleza. Abandona la pincelada dividida, la técnica impresionista, para volver a las grandes superficies. Es la primacía del color que adquiere una importancia hasta entonces desconocida”. Pero, ¿por qué el amarillo? “Cuando se veía obligado a pedirle a Theo que comprase pinturas, el amarillo siempre era el primero de la lista”, añade Azanza. “Solía explicarle a su hermano la impotencia que sentía porque no conseguía con su paleta la fuerza de la luz de Arlés”.

Hoy esa luz que obsesionó a Van Gogh, en pleno diciembre, obliga a ponerse las gafas de sol. La claridad se apodera del día. Pero Arlés desaparece en las sombras a las cinco de la tarde. Tan sólo los edificios que quedan iluminados ayudan al turista a seguir observando las calles que pisó el artista. Un buen indicativo para el viajero que no sabe cómo encontrar aquello que no sabe que busca.

Pero Van Gogh sí lo sabía. Necesitaba transformar los tres pisos en una colonia de artistas, El Estudio del Sur. Su amigo Gauguin, otro expresionista rechazado por el salón parisino, sería el maestro y cabeza del grupo de pintores. O al menos este era el deseo de Van Gogh. Todos instalados en la Casa Amarilla. Este edificio hoy no existe, pues fue bombardeado en la II Guerra Mundial en 1944. En su lugar hay unos cuantos coches aparcados en la acera del edificio tras la Casa Amarilla. Tampoco Van Gogh pudo ver la fuente que hoy luce en el centro de la rotonda de la plaza Lamartine. Ni las señales de tráfico que calman a los coches al pasar por debajo del puente. Las personas que trabajan las tierras, con vestidos anaranjados y sombrero de paja para protegerse del sol, hoy se han convertido en peatones con prisa que se apresuran a coger el coche. Lejos de lo que las cartas a Theo cuentan: “En esta casa puedo verdaderamente vivir, respirar, reflexionar y pintar”.

“En mi cuadro del café nocturno he tratado de expresar que el café es un sitio donde uno puede arruinarse, volverse loco y cometer crímenes. Mediante la contraposición de un rosapálido, un rojo sangre y un rojo vino, y de un suave verde veronés y un Luis XV en abierto contraste con los tonos amarillo verdosos y los duros verdesazulados -todo en la atmósfera infernal de un horno al rojo vivo y de un pálido amarillo de azufre- he querido transmitir el sombrÍo poder de una taberna”
EL CAFÉ DE NOCHE. “En mi cuadro del café nocturno he tratado de expresar que el café es un sitio donde uno puede arruinarse, volverse loco y cometer crímenes. Mediante la contraposición de un rosapálido, un rojo sangre y un rojo vino, y de un suave verde veronés y un Luis XV en abierto contraste con los tonos amarillo verdosos y los duros verdesazulados -todo en la atmósfera infernal de un horno al rojo vivo y de un pálido amarillo de azufre- he querido transmitir el sombrÍo poder de una taberna”

EL CAFÉ DE NOCHE
Pintar, pero no sólo con tonalidades de amarillo, sino con los colores que le permitieron expresar “las terribles pasiones de la humanidad, el rojo y el verde”, cuenta Van Gogh en otra de sus cartas. El sueño atolondrado no le permitió abocetar un horario fijo, así que su vida, sus relaciones, sus aficiones, las llevó a la oscuridad de la noche.

La obra El café de noche es una crónica de lo que la oscuridad de hace más de cien años escondía. “El café es un sitio donde uno puede arruinarse, volverse loco y cometer crímenes. Una atmósfera infernal de horno al rojo vivo que transmite el sombrío poder de una taberna”, escribe Van Gogh poco después de pintar los interiores del café.

Pero ya es muy distinto. Fuera, la camarera man- tiene la mirada sobre los dos grupos de turistas que se sacan fotos en la terraza. “¡Vi ́te! ¡Acá, acá, con el cartel!”. Son argentinos, y están los cinco (menos el que sujeta la Canon) sentados en las sillas de la terraza. El otro grupo son españoles: “Parece un escenario de Hollywood”, dice uno de ellos. Tiene 23 años y viste algo desordenado. No sólo mira el Café, sino que dirige su mirada a toda la plaza Du Forum.

Las casas son bajas, como todas en Arlés. Suelen tener tan sólo dos plantas, pero con bajos de techo alto, de unos 4 ó 5 metros. Todas son amarillas y llamativamente claras con la maravillosa luz de mediodía. Las ventanas, en cambio, están pintadas de colores fuertes, como el azul o el verde. Tal y como las recogió Van Gogh en sus cuadros de Arlés hace más de cien años. También el exterior del Café, la única terraza en pleno diciembre, ha quedado intacto. Porque ése es el objetivo, mantener los objetos tal y como estaban la noche de septiembre de 1888. Una de las veces que se reformó el café, se instaló la tela amarilla que cubre las meses de la terraza. Incluso las sillas y mesas también fueron diseñadas como aquellas que aparecen en el cuadro del artista, y simulan seguir en perfecto estado con más de un siglo de edad. Es el poder del turismo, capaz de detener el tiempo en un pequeño espacio de 40 metros cuadrados para que la gente siga disfrutando de aquello que, creen, sigue estando allí.

Y allí sucedieron muchas cosas. “Aquí está el principio del fin de Van Gogh. Está siempre pintando a ritmo frenético”, Javier Azanza, historiador de Arte, sigue contando qué consiguió que Van Gogh llenase un lienzo de rojo y verde. “Se alimenta mal, apenas duerme mucho, lleva una vida desordenada… no tiene control. Su pintura irá mostrándose más angustiosa, comienzan a surgir ciertos síntomas de perturbación mental en el autor”.

La camarera del café La Nuit invita a los turistas amablemente a pasar al interior. Allí, aquella mesa de billar, imán de muchas angustias y problemas de los arlesianos de la época, ya no está. En su lugar, mesas preparadas para aquellos con ganas de sentarse a descansar un rato. Es martes y el local está casi lleno.

Catorce personas cenan en silencio. “El dueño, que está al lado, parece un fantasma”, dice Javier Azanza, mientras resbala su dedo índice por el billar del cuadro. Hoy la camarera no es ni mucho menos un fantasma, sino alguien que, haciendo crujir la madera del suelo, sube las escaleras para mostrar la joya más que escondida: ese billar. Ya está muy viejo, y se encuentra entre sillas, mesas, papel para los servicios y demás objetos que están por si acaso. Encima de ella reposa una caja registradora antigua, posiblemente compañera de largas noches de 1888.

“Aquí está el principio del fin de Van Gogh. Está siempre pintando a ritmo frenético. Se alimenta mal, apenas duerme mucho, lleva una vida desordenada… no tiene control. Su pintura irá mostrándose más angustiosa, comienzan a surgir ciertos síntomas de perturbación mental en el autor”, Javier Azanza, historiador del arte.

EL JARDÍN DEL POETA
¿Y la vida diurna en Arlés? Quizá Van Gogh no la conoció tanto en esta época desordenada de su vida, pues utilizaba las mañanas para descansar el cansancio de la noche. El insomnio que dejaban las malas cuentas tornaba aquellas noches en pintura frenética. Pero la llegada de Gauguin a la colonia de artistas entusiasmó tanto al pintor que decidió trabajar para mandar obras a su hermano Theo –y que éste las siguiese vendiendo en París– y también para decorar la habitación de su maestro en el Estudio del Sur.

El jardín del poeta es una de estas obras que dedicó a Gauguin. Mañanas soleadas y arlesianos con ganas de divertirse, pasear o leer la prensa matutina. Hoy leen Aujourd ́hui en France en Le Malarte, a pocos metros de la entrada a los jardines y pasean por las estrechas calles de la ciudad. Como la Rue de la République. “Assurez-vous d’avoir très froid”, una mujer ha frenado sus prisas con cariño para darle algo de conversación a un vagabundo que pide apoyado en una fachada. Posiblemente venía de hacer la compra en alguna de estas pastelerías que presiden cada manzana de la ciudad, pues tan sólo lleva en las bolsas pan, napolitanas de chocolate y bollos de crema. Los ha dejado a la vista, pero a él le atrae más la conversación que cualquier trozo de comida que ella ponga, sin intención, a su lado. Necesitaba palabras, como las necesitó Van Gogh hace más de cien años paseando por aquellas calles. Pero cerca de la calle de la República sucedió aquello que todo el pueblo esperaba con ganas: arrastrarlo hasta el psiquiátrico de Arlés.

HOSPITAL
EL PATIO DEL HOSPITAL DE ARLÉS. “Cuanto más feo, más viejo, más maligno, más enfermo y más pobre me vuelvo, tanto más intento recuperar lo perdido dotando a mis colores de una luminosidad y un resplandor equilibrados”.

EL PATIO DEL HOSPITAL DE ARLÉS
Van Gogh ya no era el de antes. Su amistad con Gauguin se deterioró tanto, que éste decidió marcharse, frustrando así el sueño de Van Gogh de crear una colonia de artistas. “Ya no me atrevo a pedirles a otros pintores que vengan aquí después de lo que me ha ocurrido; arriesgan perder la razón, como me ha pasado a mí”, escribe resignado a su hermano en febrero de 1889. Éste sería el principio del fin para el pintor: despedida de un amigo que traería locura, persecución y un legendario acto de automutilación. Así que por petición de los vecinos de Arlés, el artista fue ingresado definitivamente en la clínica, bajo los cuidados de un médico y un sacerdote. Hoy, ni médicos ni sacerdotes. Ni psiquiatras ni enfermos. En 1973 se cerró el hospital y se transformó en centro cultural bautizado con el nombre de Espacio Van Gogh. Sin embargo, el patio ha recuperado su aspecto del siglo xix gracias a los detalles aportados por las pinturas, dibujos y cartas del artista.“Está rodeado por un claustro blanqueado, con arcadas como las de los edificios árabes. Delante de estos arcos hay un viejo jardín con un estanque en el centro y ocho macizos de flores, nomeolvides, rosas de Navidad, anémonas, ranúnculos, alhelíes, margaritas… Y bajo el claustro, naranjos y adelfas. Es un cuadro lleno de flores y del verdor de la primavera”, contaba a Theo. Y a los demás, porque gracias a su carta, hoy se conserva el mismo escenario de hace más de cien años.

Pero además, bajo los arcos de este patio, han na- cido dos tiendas de souvenirs llenas de pinceladas en espiral y orejas vendadas. La Boutique L ́espace Van Gogh y la Boutique Junior. En el primero todos los artículos imaginables sobre el artista: paraguas por 74,50 euros; corbatas con detalles de La noche es- trellada por 19,70; postales a 5 euros o marcapáginas, calendarios, pósters, joyas, vasos, tazas… En la de los más pequeños: puzzles, llaveros o disfraces.

El Espacio Van Gogh fue uno de los lugares donde con más valor el artista apoyó el caballete. El pueblo que rechazó al pintor por los problemas que causaba como consecuencia de la epilepsia, el alcoholismo y la esquizofrenia que padecía. Huidas con navaja en mano; noches de enajenación a causa del alcohol en la hoy Nuit de Van Gogh; según dicen, una adolescente embarazada que posó para él y rutas diarias por varios burdeles de Arlés. Pero, ¿puede este dolor de un pueblo durar más de un siglo?

Tal vez más de uno deseara que aquel tren que regaló París el 20 de febrero de 1888 hubiese pres- cindido de quien con sus pinturas y pinceles viajó por Francia buscando la luz mediterránea y las vistas de los paisajes japoneses. Pero, sin duda, Van Gogh no podría imaginar que, con el tiempo, personas de todo el mundo viajasen a Arlés en busca de las vistas que inmortalizó en sus lienzos. En busca de la huella de Van Gogh.