Pollock, Rothko, Motherwell y compañía: América también pintó su Guernica

Tenía solo 21 años cuando la Guerra Civil estalló en España. No estaba en el país. Ni siquiera era español. Pero la huella que dejó en el pintor Robert Motherwell le impulsó a crear una serie de obras titulada Elegía a la República española:

«Entonces tenía veintiún años y no pertenecía a ningún partido político, pero la Guerra Civil fue todo un símbolo para mi generación; un poco como ocurriría después, a fines de los sesenta, con la Guerra de Vietnam, con la única diferencia de que en la española veíamos el dramático preludio de la Segunda Guerra Mundial»1.

Quizá, para otro joven americano sería solo un sufrimiento pasajero más, un tema de conversación recurrente con sus colegas que pronto sonaría repetitivo y, por tanto, olvidado. Pero no para Motherwell. La carga que supuso para él ser consciente del dolor que sufrió España hizo que 12 años después, en 1958, cogiese un vuelo hasta el país escenario de la guerra. Llegó sin más pretensiones que poder ver de cerca aquello sobre lo que estaba pintando. Y lo encontró. Allí estaba. Esperándole. La sombra que cubría la España de Franco conocía en primera persona al artista que venía dispuesto a pintarla. Así es como comenzó la historia de Iberia.

De vuelta a Nueva York a Motherwell le esperaba un panorama complicado: el lienzo en blanco. La pregunta era clara, ¿cómo representar aquello que había visto y de lo que hasta el momento solo había oído hablar? Únicamente algunos pintores españoles habían conseguido retratar a España con la crudeza y realidad que exigía la guerra. Su guerra. Los monstruos de Dalí en los mundos surrealistas de su Premonición de la guerra civil o los toros heridos de muerte que pintó Picasso no eran cuadros, sino gritos pegados a la pared. Tan altos y tan fuertes que el mismo Franco los quiso fuera del país. Durante esos años el Guernica colgó de las paredes del MoMA con el aviso: «Bajo préstamo del pueblo de España». Toros que braman heridos, caballos que relinchan de dolor, guerreros muertos en el suelo y mujeres que lloran a gritos mientras alzan los cadáveres de sus hijos. Lanzas, bombas, sangre y destrucción. La figuración española ya lo había dicho todo.

El caso de Motherwell era distinto. Él hablaba en otro idioma, el americano. Sus cuadros eran formas y colores, allí no había figuras que reconocer. Era el poder de la abstracción que se erigía protagonista de la pintura americana y, por ende, del mundo. Rothko tenía sus campos de color, sobre los que se hartó de repetir que no decoraban paredes. Pollockcreaba el action painting tirando los lienzos al suelo y pintando sobre ellos. Puro automatismo. Y Motherwell… Motherwell se enfrentaba al momento para el que había esperado desde los 21 años, aunque la España que él vivió fue la de la dictadura franquista, no la de la Guerra Civil.

Preparó un lienzo de más de dos metros de largo. Lo miró. Esa superficie había que trabajarla muy bien, a fondo, con cuidado. O eso pensó. A lo mejor no necesitaría toros ni caballos para contar lo que vivió aquí, quizá solamente con pintura de color negro sería capaz de expresar la desolación que experimentó en su viaje: «Es lo que me sale instintivamente al pensar en España, que resulta muy diferente a lo que resulta cuando lo hago con Francia», dijo posteriormente en una entrevista sobre los colores que utilizó.

Un lienzo bañado de óleo negro fue la ocasión que el pintor aprovechó para recordarnos algo sobre el arte contemporáneo: «Pinto directamente o intuitivamente como un niño, pero pienso de forma compleja». También lo explicó Antonio Saura en 1991, su admirador español -también expresionista abstracto- y a quien acogió en su casa en sus viajes a Nueva York: «Motherwell ha sabido conciliar su intelectualidad con la frescura del hacer expresivo». El lienzo a un solo color no era un capricho, un acto de alguien que no sabe dibujar ni pintar. No era una expresión sin método. Suponía, mejor, una sorpresa meditada. Dijo Brancusi que «lo que ellos llaman abstracto es en realidad lo más realista. Lo real no es la apariencia, sino la idea, la esencia de las cosas». Y eso es lo que hizo Motherwell.

Sin embargo, ¿el negro era suficiente? Si cubría toda la superficie de materia pictórica oscura ahogaría el lienzo. La ausencia de luz lo invadiría todo y sofocaría la superficie. Y eso no fue lo que vio. Motherwell no quería acabar con España. Y menos con su gente. Algo faltaba en aquella superficie de pinceladas negras cruzadas y caóticas. De oscuridad y tristeza. Faltaba, en definitiva, algo de luz para el país.

Picasso debió de vivir algo parecido, aunque ese mismo pensamiento le vino por encargo, como ocurrió en su Guernica. En medio de la representación de la Guerra Civil, La República debería aparecer como salvadora de España. Y así lo pintó: fijémonos en la figura que aparece por la puerta, se encuentra en estado de shock al ver el interior de la habitación. Es ella, La República. Entra en un espacio donde la vida convive con la muerte, donde el caos y la destrucción lo invaden todo y a todos. La función de la que le dota Picasso es, entonces, arrojar con su quinqué en la mano algo de luz en ese espacio oscuro y sin esperanza. Pero la abstracción, sin embargo, no era capaz. No entendía de quinqués ni de personas; ella solo sabía de formas y de colores. Así que Motherwell hizo por España lo que tuvo en sus manos. O en sus botes de pintura. Alivió a aquella superficie en su esquina inferior izquierda con una pequeña apertura que permitió ver algo de esperanza. Un halo de luz en aquella oscuridad. La República había perdido la guerra, pero incluso con Franco en el poder, él todavía adivinó una oportunidad para España. Y entonces sí, entonces dio vida a Iberia. América ya podía decir que tenía su propio Guernica.