Sobre el silencio en los museos

 | John Cage: 4’33” for piano (1952)

Cuando entramos a un museo, no importa si éste es grande o pequeño, nos encontramos con una masa de gente haciendo cola, dejando abrigos y paraguas, comprando la entrada, sacando fotos, esperando a alguien. Conversaciones, ruidos y sonidos. Me viene a la mente el Museo del Prado y la entrada a esa fantástica ampliación de Moneo. Sin embargo, algo sucede en esa línea que divide el vestíbulo del las salas del museo, en ese punto donde revisan nuestra entrada. Dejamos de hablar y empezamos a susurrar, como en un examen del colegio, pero sin que nadie nos lo pida.

Y, entonces, pensemos: ¿Qué clase de silencio es este? ¿Es a causa de la privacidad y la concentración, como en una biblioteca? ¿O es por respeto y reverencia, como en una iglesia? Es la pregunta que nos lanza Ian Ground en su libro Art or Bunk? (¿Arte o chorrada?).

El tema siempre me había interesado, pero me empezó a preocupar cuando me mandaron callar en el Museo del Prado. Fui con un amigo: hablamos y nos reímos. No gritábamos ni molestábamos. Me gusta de él que no se toma el arte demasiado en serio y saca la parte divertida de la visita a las salas, porque el arte no es aburrido. Solía decirme que él haría estar a Rothko donde debe estar, o sea, en el Ikea. O que la Capilla Sixtina deberían poner fluorescentes porque no se ve bien: donde haya un blanco, que taladren, total a Miguel Ángel no le va a importar. Era realmente divertido ver las obras con él. Esa tarde de agosto el museo estaba completamente lleno, ¿qué mal podíamos estar haciendo?

¿Qué clase de silencio es este? ¿Es a causa de la privacidad y la concentración, como en una biblioteca? ¿O es por respeto y reverencia, como en una iglesia?

Ese verano me encontraba trabajando en el Museo Thyssen, allí sucede lo mismo: ese silencio tan molesto. Sin embargo, cuando salía del museo a media mañana a tomar el café y atravesaba algunas de las salas para llegar a la salida, me tropezaba con un montón de niños organizados como nos gusta a los mayores, en formas geométricas: o en una línea recta formando una fila o en un círculo, para comentar alguna obra. Ellos, felizmente inocentes e ignorantes del supuesto silencio, comentaban y se reían, gritaban y exclamaban lo primero que les venía a la cabeza. Y, por un momento, traían vida a esas salas que a veces parecen cementerios.

Y, entonces, recordaba el origen de los museos: aquellos primeros Salones de París a finales del siglo XVIII, donde las paredes estaban repletas de cuadros, casi del suelo al techo, colocados unos juntos  a otros, muchos de ellos marco contra marco. Las salas se presentan llenas de público. Hombres, mujeres, niños e incluso perros son los visitantes, y, a juzgar por su número, estas exposiciones debieron constituir un auténtico acontecimiento artístico y social (Vicenç Furió en su artículo ‘Sobre las exposiciones de París y Londres de 1787’).

Que las cosas han cambiado, ni mejor ni peor, ahora son diferentes. Es evidente que no vamos a llevar perros a los museos (esquina inferior izquierda), pero, ¿no hemos perdido, un poco, esa capacidad de expresión ante la emoción que el arte nos produce? Esa emoción, de agrado o desprecio, no importa, mientras sea con respeto y educación. Traemos el 2.0., izamos la bandera del diálogo con el museo y retiramos la del monólogo, lo importante es la experiencia. Virtual, sí, pero no olvidemos la real. Traigo aquí a Susan Woodford, discípula de Gombrich:

Lo importante no es sólo que miremos las pinturas, sino que también hablemos sobre ellas; pues, por raro que pueda parecer, a veces contemplar la obra no es en sí mismo suficiente. A menudo el único medio para ayudarnos a sustituir una visión pasiva por una contemplación activa y perceptiva es encontrar las palabras que describan y analicen la obra.